martes, 18 de agosto de 2015

Ahora te veo, Eurídice. 2

TEMIENDO

El viento pulimentado de la tarde,
con la certeza impune de los locos,
demanda su sonrisa al extranjero,
mientras el azul limpio de tus ojos
desbroza tu cabellera prometiendo
que la conculcación de los azares
será toda de mi culpa patrimonio.
(Grita ebrio un pregonero
que el buen dios ha desertado
de los transportes públicos y nadie
puede odiar como yo odio su culpable
repliegue sobre el anda de su séquito...)
Me ennegrezco pensando que jamás
será tu nombre mi alegría,
que la rosa de tu boca
no alumbrará los senderos de mi acierto,
porque el dios de la culpa siempre ahoga
mi inocencia con su indecente abrazo negro
y deja caer las espinas de la estopa
sobre el vendaval canalla de la suerte.
Cómo duele en mis entrañas
la compunción de este amor sin más objeto,
al saber que los humanos desoímos
el traqueteo mecánico del patíbulo certero
que construye mi deseo mezquino
de que tu amor se funda con mi muerte
en la cálida caricia de los tiempos.

 

 

A CIEGAS

Llegaste con la naturalidad del desengaño
dibujada en las aristas de tu rostro,
afiladas por la bestialidad ingrata
de la miel metálica arrancada
a las babas violáceas del ocaso.
Tu semblante de animal herido pugnaba
por mezclar sangres y almizcles
en la parduzca retahíla de reproches
que rendían mi inocencia de oficiante,
entumecida al sentir que rechazabas
con intemperancia la ajada certidumbre
fluida del tumulto, en nuestra noche
raída por las sucias candilejas
del desamor desollado por los años.
Y sentí en cada poro tu abandono
ofrecido con magnificencia a mi desprecio,
aunque no fuera a mí a quien condenabas
a la inopia calculada del desierto.


Orfeo y Eurídice.  Rubens.


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